Menos liderazgo, más democracia.

Los humanos somos gente rara, nuestra mayor cualidad es la contradicción. Me pasé parte de mi juventud negándome a leer a Guillermo Cabrera Infante por facha y reaccionario. Cuando me acerqué a su obra entendí que había despreciado a uno de los más grandes constructores del lenguaje en español, tan grande que parece intraducible a otro idioma.

No se es mejor por ser creador, carpintero, administrativo o agricultor, pero nos volvemos peores en el ejercicio del poder. Si Fidel Castro hubiese dejado de mandar a los ocho años de su ejercicio no sabemos qué hubiese pasado, pero los cubanos se habrían evitado parte de sus errores y muchas horas de discursos y aburrimiento. Tampoco sabemos si la obra de Cabrera Infante, exiliado por causa de Fidel, hubiese sido mejor o peor, pero yo lo habría leído antes, sin prejuicios ideológicos.

Desde la república romana Cicerón ya desconfiaba de los grandes jefes porque en su entorno se cometen las mayores atrocidades. Los mayores genocidios tienen nombres de líderes y sus gobiernos suelen ser caldos de cultivo para la perversión del hombre ordinario.

No confío en los líderes, y en los carismáticos menos. Seguirlos es una perversión, incivilizada y anacrónica. Una etapa arcaica de la democracia que apela a las lealtades más irracionales de la tribu. Desconfío también de los que reclaman su necesidad: “falta liderazgo”, “una figura que nos guíe”, “alguien tiene que dar un paso al frente”.

La sociedad democrática es movilidad, renovación, sin dirigentes y adhesiones inquebrantables. A los líderes hay que ponerlos en evidencia, antes que conduzcan al abuso de poder mientras alardean de buscar mejoras sociales y representar a la mayoría. Son deudores de sí mismos, del papel que representan y de la camarilla que les rodea.

Los mayores abusos contra la calidad democrática están en las arbitrariedades de gestión de los gobiernos con liderazgos fuertes. Los organismos que vigilan en el orden económico, social y jurídico, terminan perdiendo fuelle por su presión.

El siglo XX no ha terminado con las ideologías, pero sí con la ingenuidad. El que aún piensa que la utopía comunista es posible tiene un problema religioso. No se ha enterado de la historia del siglo y sus experimentos, practica la superstición aunque tenga un apellido científico.

El liderazgo visionario ha causado estragos. Ocho años, dos legislaturas normales, parece un periodo suficiente para desarrollar un proyecto político. Por muy carismático, eficaz, popular y querido, no debemos permitir el poder más allá de ese periodo.

La cultura debe cumplir con su papel de cortafuegos, ayudar a prevenir, identificar y denunciar, el abuso y la ambición desmedida. Los creadores y hacedores de la cultura, atentos, la primera medida del poder es domesticarlos.

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